Existe un sentido que solemos darle al término democracia, un sentido que sólo está secundariamente relacionado con la forma de gobierno y que refiere, de modo más directo y elemental, a la igualación de las condiciones sociales, la democracia es un movimiento social, paulatino y de larga duración histórica, que consiste en la erosión de las jerarquías sociales, fundamentalmente en su manifestación simbólica. De acuerdo con esta perspectiva, el proceso de igualación democrática consiste no tanto en la ecualización concreta de las condiciones de vida sino en la capacidad de pensar la diferencia social como desviación respecto de una igualdad originaria y fundamental. Las diferencias que separan a ricos de pobres, mujeres de hombres, diestros de torpes, honorables de villanos, pasan a ser concebidas como accidentes u obstáculos salvables y, en este sentido, se erosiona la legitimidad de la riqueza, el género, la destreza y el honor como fundamentos de los derechos políticos.
En este sentido, la democracia política, y la igualdad de derechos que ésta supone, son más bien un resultado antes que una condición, de una igualación social y una democratización social previas. La extensión del principio democrático entendido de esta manera a otras esferas de la vida social consiste en la extensión de esta lógica ecualizante, homogeneizadora y corrosiva de las jerarquías y la autoridad.
De acuerdo con el significado concreto que en cada situación concreta se le dé a la idea igualitaria, el principio de igualdad puede entrar en contradicción con el principio de autonomía que es el fundamento de la legitimidad de la democracia política. Para identificar estas posibles contradicciones, autores como Giovanni Sartori han propuesto distinciones entre distintas formas de igualdad.
La primera de ellas es la igualdad de oportunidades. La realización de este principio consiste en la eliminación de los privilegios o subsidios, cubiertos o encubiertos, que distorsionan la libre competencia entre los individuos o grupos de individuos por la apropiación de los bienes sociales, premiando cualquier otro atributo que no sea el mérito y el esfuerzo como medida de contribución social.
La segunda forma es la igualdad de puntos de partida. Este principio reconoce la existencia de agudas desventajas de origen, que en la medida en que están asociadas con el accidente de nacer en una familia con más o menos recursos, injustamente distorsionan la competencia por la apropiación de bienes. La realización de este principio de igualdad consiste, entonces, en la adopción de medidas que permitan compensar las desigualdades familiares básicas, favoreciendo a los hijos de las familias más vulnerables de la sociedad.
La tercera forma de igualdad es la de resultados. De acuerdo con este principio, nuestra igualdad esencial nos hace acreedores de un derecho igual a un idéntico conjunto de bienes sociales, independientemente de nuestra posición de partida y nuestra colaboración en el esfuerzo colectivo de producirlos.
Tanto la igualdad de puntos de partida como la igualdad de resultados requieren de intervenciones de la autoridad política que corrijan las distribuciones resultantes de los intercambios espontáneos entre los miembros de la sociedad, compensando desventajas. De acuerdo con la circunstancia y con la modalidad que adopten, estas intervenciones pueden ser contradictorias o absolutamente incompatibles con el principio de autonomía individual. El ejercicio responsable de la ciudadanía democrática requiere que, atendiendo a las mencionadas distinciones entre las formas de igualdad, una extensión de la democracia en el sentido de igualación de condiciones no ocurra al precio de una retracción de la democracia en el sentido de reducción de la autonomía.
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